martes, 15 de septiembre de 2015

La crisis humanitaria desembarca en Europa

¿Quién salvará este chiquillo / menor que un grano de avena? / ¿De dónde saldrá el martillo /verdugo de esta cadena?
El niño yuntero, Miguel Hernández.

Se me empañan los ojos cada vez que veo la foto del cuerpo sin vida de Aylan Kurdi, el pequeño ahogado en las aguas del Egeo cuando su familia intentaba llegar a Grecia desde Turquía. En sus facciones, borrosas en la imagen, desdibujadas sobre la arena, no puedo evitar ver las de mi propia hija, apenas medio año menor que ese minúsculo niño. Afortunadamente, ella juega ahora alegre en la terraza. En cambio, el otro ha perecido sepultado por las olas de la guerra, que persiguen implacablemente a sus víctimas más allá de las fronteras y a través de los continentes. Sin culpa alguna, su frágil inocencia inerme se ha convertido en icono de los miles y miles de pequeños masacrados en una, muchas, guerras inhumanas, cuyos padecimientos no han alcanzado tanta repercusión mediática, vaya a saber por qué. No por falta de merecerla, desde luego. En este diminuto cuerpo exangüe habitan todos los bebés decapitados por las bombas de barril o las niñas que agonizan entre convulsiones por el gas mostaza. También los subsaharianos desaparecidos entre las olas en la costa de Libia, las adolescentes esclavizadas por los yihadistas del DAESH (Estado Islámico) y los jóvenes afganos sin futuro en un país arrasado. No es de extrañar que tan pesada carga asfixiase tan pequeña vida.
Entre lágrimas, casi sin poder hablar, el padre del pequeño que pereció junto a su hermano mayor y la madre de ambos, dijo que esperaba que por lo menos este terrible suceso sirviese para remover conciencias. Es un triste consuelo haberlo conseguido. Porque lo cierto es que no ha sido hasta que los cadáveres han empezado a llegar a las costas europeas, entre las balsas hinchables de refugiados con mejor fortuna, que se ha empezado a hablar de crisis humanitaria, a pesar de que ésta llevaba ya casi un lustro instalada en los campos de desplazados. Según datos de ACNUR (la agencia de la ONU para la atención a los refugiados) más de cuatro millones de sirios han huido de la guerra a Líbano, Jordania, Turquía y otros países limítrofes. Y eso sin contar los, al menos, 7.600.000 desplazados internos. El caso del Líbano, que con menos de cuatro millones y medio de habitantes, acoge a más de un millón de refugiados, debería ser suficiente para sacar los colores a tanto político europeo afanado en reducir la cuota que le corresponde a su país.
Lo que es peor, diversas agencias humanitarias pasaron meses avisando de que sus reservas para atender a esta marea humana se estaban agotando. Hasta que al final, ante la escasez de donaciones, gubernamentales y privadas, tuvieron que suspender de manera gradual desde principios de año la asistencia alimentaria a los desplazados. Este empeoramiento de las ya de por sí precarias condiciones en los campos de refugiados, ha puesto en marcha el éxodo que ahora llega a las costas europeas.
Pero aunque señalar con un dedo acusador a los políticos y ciudadanos occidentales pueda ser tentador (y sencillo), lo cierto es que estos no son sino una parte más de una ecuación muy compleja. En lo medios y en las redes sociales árabes se ha criticado mucho el significativo rechazo de los países del golfo a recibir refugiados, a pesar del destacado papel que sus gobiernos han tenido en la guerra, apoyando cada uno a su facción armada islamista favorita. A pesar de que su desahogada economía les permitiría acoger a decenas de miles de sirios en condiciones más que dignas, se han negado a hacerlo, poniendo todo tipo de impedimentos a su entrada y asentamiento.
Por otra parte, si el régimen de El Assad no ha colapsado todavía, en el frente militar y en el diplomático internacional, es gracias a sus aliados: Rusia e Irán, éste último a través de la milicia libanesa, Hizbolá. Es indudable que esta actuación prolonga la guerra, por ejemplo cuando el gobierno ruso aumenta su apoyo militar al régimen en vista de sus reveses de los últimos meses. Cuando se habla de intervención extranjera en Siria se pasa por alto que ésta existe desde hace mucho.
Sí, desde luego los países occidentales tienen su responsabilidad en la situación de Oriente Medio, pero el discurso antiimperialista monotemático de una parte de la izquierda está tan acabado como la guerra fría que le daba sentido. Las olas que hundieron el bote del pequeño Aylan no venían sólo del oeste.
No cabe duda de que la magnitud de la crisis y la tragedia nos obliga a replantearnos muchas certezas que han dado forma a los discursos en los países europeos, tanto el oficial como el crítico. Políticos y medios de comunicación se han esforzado siempre por introducir una falaz distinción entre inmigrantes económicos y refugiados. Esta puede parecer especialmente relevante en este caso, pero precisamente lo que hace el éxodo sirio es derribar sus premisas. La mayoría de los refugiados que llegan ahora a Europa no huyen directamente de las zonas de combate (eso ya lo hicieron hace años), sino de campos de desplazados o de países vecinos en los que las condiciones de vida se han vuelto insoportables. Y lo hacen en compañía de afganos e iraquíes en la ruta del este y de subsaharianos en la del centro del Mediterráneo, desde Libia. Todos ellos dejan detrás de sí continentes arrasados por conflictos interminables y por la miseria más absoluta, factores que se alimentan siempre entre sí y que no se pueden separar del modo nítido que querrían los oficiales de inmigración. Considerar a unos refugiados y a otros inmigrantes económicos ilegales carece de todo fundamento.
Pero también la noción de derechos humanos sobre la que se ha construido el discurso crítico, liberal o de izquierdas, hace aguas. De la manera más evidente, porque estos parecían no existir antes de que los refugiados llegaran a millares, derribando las barreras en las fronteras y consiguiendo con los cadáveres de sus hijos un triste e indeseado hueco en los medios de comunicación. Pero esto lo que pone en evidencia es la falsedad de la noción en sí. Los derechos humanos, tan caros a los liberales y a la izquierda bienpensante, no existen más que como cristalizaciones momentáneas de la lucha de los desposeídos por el reconocimiento y la supervivencia, por abolir las injusticias y las discriminaciones de que son víctimas. Los derechos no existen hasta que se conquistan.
Por eso la cadena de los miles de niños yunteros que se ahogan en nuestras costas o malviven en campos de refugiados sólo se puede romper con el martillo del corazón de quienes también hemos sido niños yunteros. De todas nosotras. No sólo porque en el caso más concreto español se tenga relativamente reciente la desoladora experiencia de la guerra civil y el exilio, con el legado de desarraigo y honda tristeza que comparten todos los derrotados del mundo. Sino porque la lucha de los refugiados es una barricada en la que podemos converger todos. En los países europeos somos millones de desposeídos, trabajadoras afectadas por reformas laborales, por los recortes, por las políticas de austeridad. Cuando nos defendemos de la agresiones de la case política y de los dirigentes económicos, luchando para conquistar de nuevo los derechos perdidos en el naufragio de la crisis, son también los de los refugiados los que ganamos, como futuros compañeros de tajo. Cuando la movilización en la calle derrota al racismo y a la xenofobia, cuando obliga a los gobiernos a abrir las fronteras y a recibir desplazados, son nuestros derechos los que defendemos, al afirmar nuestra libertad colectiva frente al estado y los fascismos de nuevo cuño.
El director de ACNUR ha dicho que esta crisis humanitaria no se puede resolver con medidas humanitarias (es decir, más ayudas), sino políticas. Tiene razón. Porque política es la lucha por la paz, la libertad y la igualdad, mediante movilización, acción directa y solidaridad. Cuando los dirigentes de todo el planeta participan en la masacre de los desposeídos, sea con bombas o ahogándolos en las olas del mar, es el momento de unirnos para evitarlo. Tal vez así encontremos salida a este atroz sinsentido. Tal vez así germine este pequeño grano de avena sembrado en una playa turca.

Miguel Pérez
Secretaría de Acción Social/Exteriores.